Selección de Las Tumbas de Machu Picchu

Capítulo 9

Los descubridores de Machu Picchu

Hiram ya llevaba dos semanas y media en el Cusco, y cada mañana abría las ventanas de su habitación en el Hotel Central para admirar la Plaza Regocijo y el hogar de Garcilaso de la Vega, el gran cronista Inca. Había pasado sus días regateando por mulas, redactando itinerarios para sus hombres y recolectando rumores sobre ruinas. Extrañaba su hogar, pero estaba cada vez más convencido de la importancia de su misión, especialmente ahora que estaba a punto de comenzar.

Finalmente, el 19 de julio de 1911 empezó a buscar la ubicación del último reducto de los incas. Dentro de sus alforjas metió su valija de hule, la cual estaba llena de las pistas que había recolectado: los mapas del antropólogo de Harvard Curtis Farabee y de la Sociedad Geográfica de Lima; el paquete de notas relacionadas a Vitcos y Vilcabamba de las crónicas españolas de Carlos Romero; y el cuaderno que contenía los nombres de las ruinas de Huayna Picchu, que supuestamente eran más fabulosas que Choqquequirau. Al cerrar las alforjas, podría haberse preguntado si las ruinas de Huayna Picchu constituían realmente la «gran ciudad escondida en las montañas del valle del Urubamba» de la cual había oído Farabee. Guardó una foto de Alfreda en su bolsillo[1].

Pero necesitaba una cosa más para esta misión: la asistencia de los lugareños, en su mayoría indígenas, que vivían en estos valles circunvecinos del Cusco. Para asegurarse su ayuda, pasó por la oficina de Núñez, quien le había mostrado Choqquequirau en 1909 y era ahora el prefecto del Cusco. Bingham le dijo a Núñez a dónde se dirigía: hacia el norte a través del altiplano al valle del Yucay, lugar sagrado de los incas, y después al noroeste con dirección a Ollantaytambo, y de ahí río arriba por el Urubamba al valle de Vilcabamba. Núñez asintió. La ruta era sencilla. Bingham seguiría un camino que había sido abierto en la década de 1890 para que los empresarios cusqueños tuvieran acceso a las haciendas y caucheras de la zona. Aun así, Hiram debía tener cuidado. Muchos de los indios de la zona eran descendientes de los que habían huido con Manco Inca hacía casi cuatrocientos años; algunos habían participado en la reciente revuelta contra los terratenientes y caucheros. Núñez le adjuntó un guardaespaldas militar, un tal sargento Carrasco, para garantizar la cooperación de los lugareños y actuar de intérprete quechua-español.

El grupo de Bingham empezó su viaje saliendo del valle del Huatanay; los techos de tejas rojas del Cusco se iban encogiendo tras ellos. Mientras más trepaban, más se fortalecía el espíritu de Bingham. Estaba siguiendo las huellas de Manco hacia su baluarte de resistencia. Las plateadas colinas descansaban debajo de ellos mientras el cielo brillaba por encima, y pronto avizoraron el panorama extraordinario del valle del Yucay, atravesado por el poderoso río Vilcanota. Pasaron la noche en Urubamba, donde el espirituoso subprefecto que le había dado a Bingham la pista hacia «Huayna Picchu» acordó prestarle un soldado adicional para que asistiera a los topógrafos de la expedición.

Al despertar, nubes azules se aferraban a las colinas. Se sacudieron para entrar en calor, y se dirigieron al noroeste siguiendo el curso del Vilcanota, internándose más en la historia de Manco. Bingham quedó fascinado al descubrir que su expedición había acampado entre los ralos árboles que crecían bajo la enorme fortaleza de Ollantaytambo, en el mismo llano en que Manco cambió la dirección del río para rechazar a los españoles. Al día siguiente, el 21 de julio, Bingham escaló las ruinas. La vista era impresionante: «El verdor de los campos hacía contraste con los cerros cubiertos de rocas y cactus. El suave follaje de los sauces y álamos contrastaba fuertemente con los grises bloques de la famosa fortaleza». Aunque los edificios más pequeños de las ruinas habían sido destruidos por saqueadores, los muros cuidadosamente construidos y, más arriba, el templo monolítico durarían por años. Ollantaytambo «merece ser un lugar de peregrinaje», escribió[2].

Después de que Manco repelió a sus perseguidores, viajó río abajo hacia el Antisuyu, las tierras selváticas de los incas. El 22 de julio, Bingham, Harry Foote, el naturalista, William Erving, el cirujano, Carrasco, los dos arrieros y dos porteadores partieron tras el Inca rebelde, siguiendo los pasos de las expediciones españolas de hacía casi cuatro siglos. Habiendo avanzado 4,8 kilómetros, Bingham y sus compañeros llegaron a una encrucijada. En este punto, Manco había tomado el camino que se dirigía al este, a través del paso de Panticalla y adentrándose en un valle paralelo. Sin embargo, en lugar de seguir la ruta histórica de la manera más precisa posible, tal como había hecho en Colombia, Bingham siguió el curso del río, que a partir de este punto se convirtió en el veloz y sinuoso Urubamba. Según le habían contado en el Cusco, había ruinas por encima del Urubamba.

Había tomado la decisión correcta. El río era magnífico. «¡Qué tal valle!» escribió Bingham. La altura fue bajando, y el río empezó a enturbiarse, a serpentear y a virar bruscamente. La vegetación se hizo más abundante a su alrededor, y los acantilados de granito y cumbres nevadas se erguían por encima. El paisaje era mejor que el de los Alpes, las Montañas Rocosas y el Rin, pensó Bingham. En sus laderas sobrevivían rastros de lo que había sido una población enorme. Andenes bajaban por las pendientes como si fueran cascadas congeladas. Sus porteadores indígenas le indicaron dónde se encontraba Salapunco, una pequeña fortaleza, y las ruinas de un gran pueblo llamado Q’ente (colibrí). Bingham pidió disculpas a sus lectores por su entusiasmo. «Avanzábamos lentamente, pero vivíamos en el país de las maravillas».

No obstante, su ensoñación terminó abruptamente cuarenta y cinco minutos después, cuando se encontraron con el resto de la expedición. Le dieron terribles noticias: el día anterior, Kai Hendriksen y Herman Tucker habían estado buscando una forma de cruzar el veloz río Urubamba. Un niño indígena —cuyo nombre nunca fue registrado— estaba con ellos, y llevaba el equipo topográfico de Hendriksen amarrado a la espalda. Tucker y Hendriksen encontraron un punto poco profundo y empezaron a cruzar en sus mulas. Casi habían terminado de cruzar cuando se percataron de que el niño los estaba siguiendo a pie. Hendriksen y Tucker «le gritaron que regresara, e incluso le tiraron piedras, pero él siguió cruzando por una corta distancia», escribió en su diario Paul Baxter Lanius, el miembro más joven de la expedición. «Dio un paso en falso en el lugar donde la corriente era más rápida y en un segundo fue arrastrado hacia una corriente más poderosa. Nunca pudo recuperarse, y en pocos minutos se le perdió de vista»[3]. Tucker y Hendriksen pasaron varias horas desesperadamente buscando al niño. Finalmente, encontraron la alidada —el aparato topográfico de Hendriksen— y el poncho del niño incrustado entre dos rocas. Según dijeron, el cuerpo del niño nunca pudo ser encontrado.

Cuando menos esa fue la historia que le contaron a Bingham. Medio año después, un profesor cusqueño, José Gabriel Cosio, quien estaba siguiendo los pasos de Bingham, oiría una versión distinta de los indios de la zona. Confirmaron que la muerte del niño fue accidental —el río lo tomó así como a tantos otros— pero en su versión, los norteamericanos habían enviado al niño a cruzar para probar las aguas. Después de caer, Tucker y Hendriksen en realidad sí encontraron al niño ahogado, recuperaron la alidada y volvieron a empujar su cadáver al río[4].

¿Era verdad o tan solo un rumor? Bingham solo escribiría al respecto semanas después de los hechos, sin dudar de la veracidad de la versión de sus hombres. Le echó la culpa al niño mismo por «desobedecer» las órdenes de dar vuelta atrás: «Un indio mayor no habría cruzado con una carga sin que hubiera alguien que lo ayude. Hendriksen se pasó dos días intentando reparar el daño a su alidada».

Resulta difícil imaginar que Bingham, quien tenía hijos propios, no sintiera pesar por la muerte del niño. No obstante, desde el punto de vista de los indios locales, la expedición podría haber quedado maldecida por lo que Bingham hizo después: ordenó que la expedición siguiera explorando. Hendriksen y Tucker seguirían mapeando, e Isaiah Bowman, el geógrafo, y Lanius explorarían el bajo Urubamba. Si algún miembro de la expedición notificó a la familia del niño, que probablemente vivía en los alrededores, ello no quedó registrado.

Bingham escribiría sobre esta expedición por el resto de sus días, pero aparte de esa única entrada en su diario, jamás mencionó —por lo menos en público— la única muerte que ocurrió en cualquiera de sus expediciones. «Quizá pensó que los indios eran más prescindibles que los instrumentos de medición, y que los instrumentos, a pesar de resultar dañados, fueron rescatados», escribió años después uno de sus propios hijos[5]. O quizá Bingham se percató después de exactamente qué fue lo que la expedición había perdido en aquel momento, sin importar cuán sensiblero suene: su inocencia. En los días venideros descubriría las ruinas que lo harían famoso. Pero tal como se percataría después, eso no significaba nada para los indios de quienes dependía. Ellos ya sabían dónde estaban las ruinas. Para ellos, esto no era una misión sagrada; su expedición había sido testigo de la muerte de un niño, y después simplemente siguió su camino.

Bingham y su grupo siguieron bajando por el río. Los acantilados se fueron cerrando, y el verde abismo del valle se erguía precipitadamente por encima. Estaban en una «verdadera selva tropical», escribió emocionado Bingham en su diario. En la noche del 23 de julio llegaron a un pequeño llano arenoso llamado Mandor Pampa, justo después de haber pasado la hacienda de Torontoy. Le habían dicho a Hiram que preguntara por las ruinas de Huayna Picchu en cuanto llegara ahí.

A medida que los arrieros armaban el campamento, Bingham y Carrasco caminaron hacia una pequeña casa al costado del camino, en la cual encontraron a Melchor Arteaga, quien vendía suministros a los viajeros. Arteaga estaba ebrio, pero cuando Bingham le preguntó dónde estaban las ruinas, «apuntó directamente al pico de la montaña», a una cadena que conectaba una cima alta y delgada a una montaña mucho más grande y sólida. Este pico era el Huayna Picchu, y las ruinas estaban en[CH1]  los cerros. El nombre de la montaña, le balbuceó Arteaga a Carrasco, era Machu Picchu, o «Viejo pico», creía Bingham.

Machu Picchu. Bingham inicialmente consideró que el nombre era «terrible», al no haber apreciado el encanto de su rima interna[6]. Quizá lo leyera antes —estaba mencionado en uno de los libros que había consultado, y el pico figuraba en por lo menos uno de los mapas que llevaba en sus alforjas— pero ni este ni el Huayna Picchu estaban entre los nombres incaicos que había copiado de las crónicas españolas en Lima[7]. Bingham quizá contempló seguir su camino: estaban demasiado cerca del Cusco como para haber llegado a Vitcos y Vilcabamba, sus verdaderos objetivos aquel año.

Pero Bingham también era diligente; se había dicho a sí mismo que investigaría cada ruina de la cual oyera, sin importar cuán poco prometedora sonara. Su contraparte de Harvard, Farabee, le había contado a Bingham de los rumores de grandes ciudades por encima del Urubamba. Si Bingham pasara una por alto, jamás se lo perdonaría a sí mismo. A cambio de dos soles, o un dólar de plata estadounidense, Bingham contrató a Arteaga como guía para el día siguiente. Escalar para llegar a las ruinas por lo menos resultaría un buen calentamiento para las futuras marchas a través de la selva.

 

[1] «Hopes to Find Lost Cities», New York Sun, 16 de marzo de 1911.

[2] Las citas y descripciones ofrecidas por Bingham en este capítulo, a menos que se especifique lo contrario, provienen del diario de HB de 1911, YPEP 18–3; HB, «The Discovery of Machu Picchu», Harper’s Monthly, abril de 1913, p. 710; HB, «In the Wonderland of Peru», The National Geographic Magazine, abril de 1913; HB, Lost City of the Incas: The Story of Machu Picchu and Its Builders (Nueva York: Duell, Sloan & Pearce, 1948; reimpresión: Londres: Weidenfeld & Nicolson, 2002). Me he basado sobre todo en la versión más antigua, el artículo de Harper’s.

[3] Diario de Paul Baxter Lanius, 21 de julio de 1911, YPEP 18–10.

[4] JGC, «Una excursión a Machu Picchu», Revista Universitaria, 1:2 (septiembre de 1912, pp. 20-21).

[5] AB, Explorer of Machu Picchu: Portrait of Hiram Bingham (Greenwich, Connecticut: Triune Books, 2000, p. 156).

[6] «Honors to Amundsen and Peary» (evento en el cual Bingham dio un discurso), National Geographic Magazine, enero de 1913, 23:1, pp. 113-130.

[7] Véase Charles Wiener, Pérou Et Bolivie. Récit De Voyage Suivi D’études Archéologiques Et Ethnographiques Et De Notes Sur L’écriture Et Les Langues Des Populations Indiennes (París: Hachette, 1880).

 [CH1]Todavía quiere decir ‘la cadena que une dos picos?’ Quizas ‘cadena’ seria mejor?